Caracol, cincela en la laja un rastro impronunciable,
cifra de un arpegio partidario.
Dibuja un códice en tu palma,
códice que a nadie molesta,
un idioma que se borra bajo la responsabilidad.
Vigías, caracol, sobrevuelan el espiral de tu danza,
los que aún no saben los puentes que alzan
ni las cuevas que habitan.
Esos que, viéndote desnudo,
no entienden que tus giros son nudos de agua,
son quienes te rompen a futuro,
porque ellos no son capaces de habitar nada.
Ellos apuestan con tus ropas ausentes,
se deleitan imaginando,
quieren pegarte con una caña en la cabeza
y preguntar de quién es esa ansiedad que clama,
porque lo eterno les resulta impenetrable.
No comprenden la danza de un Nautilus,
vórtice para los que muerden y mueren;
tu andar es un jeroglífico incompleto,
un compás que se desarma al contacto con el aire.
No llores más, caracol.
Deja que tu mano redima sus cicatrices,
que la fe —hermana del espejo—
se ancle en aquello que ya crees.
No llores más.
Deja que tus dedos inventen la calma,
que las grietas de tu mano sean estelas,
que la esperanza no sea creer,
sino hundirse en lo que todavía no existe.
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